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EL EGO LISONJERO Y PESIMISTA

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El ego siempre habla primero. Su lenguaje es a veces lisonjero, mezclando medias verdades con mentiras. Lo que intenta de ese modo es hacer que uno se vea con los ojos del mundo, se crea importante, autosuficiente y superior a otros para que se hinche de orgullo. El ego sabe que si su víctima se hincha de orgullo no podrá pasar por la puerta estrecha que lleva a la vida. De ese tipo de ego orgulloso, autosuficiente y criticón uno se libera sólo por la humildad, que, como dice santa Teresa “no es otra cosa sino andar en verdad”, reconociendo que nada somos y nade tenemos de nuestra propia cosecha. Lo único de nuestra propia cosecha son las fantasías, ambiciones, dudas, temores y complejos que bullen en nuestra mente natural.

La función del Espíritu Santo es separar lo falso de lo verdadero en nuestra mente. Si escucho atentamente al Espíritu podré pensar con la mente de Dios; o mejor, Dios será la Mente con la que pienso yo. El me hace ver que mi valía es infinitamente mayor de lo que el ego se imagina, dejando muy claro, al mismo tiempo, que todo lo bueno, todo lo real, que hay en mí, lo tengo por pura donación del Padre celestial. El me ha creado a su imagen, y comparte conmigo su poder creador con el que puedo acrecentar el Reino de los cielos en la tierra; en su nombre santo puedo bendecir a mis semejantes y a toda la creación. Pero suyo es el poder y suya es la gloria; lo mío es confianza filial y gratitud sin límites. También me asegura el Espíritu que toda bendición que imparto a otros, vuelve a mí centuplicada.

El Espíritu, como Madre amorosa, me lleva de la mano a Jesús, nuestro Hermano mayor, Maestro y Salvador, sabiendo que sin él no podría hacer nada; sería como sarmiento cortado de la vid. “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). Unido a Cristo me atrevo a decir: “Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Fl 4,13). Dios es la fortaleza en la que me apoyo. “Cuando me siento débil es cuando soy más fuerte” (2Co 12,10), pues no me apoyo en mi fuerza, sino en Dios, y para Dios nada es imposible.

El ego pesimista
El ego es un fantasma medroso y pesimista. Casi siempre trata de fortalecer su sentido de identidad con algo negativo, culpando a otros, o culpándose a uno mismo por algo que ha hecho o dejado de hacer. Si alguna vez te sorprendes diciéndote a ti mismo: “Yo soy culpable porque hice, o porque dejé de hacer aquello”, date cuenta que se trata de una táctica común del ego. De esa fea treta se sirve el ego para mantener cautivas a tantas personas sensitivas y delicadas: haciéndolas ver lo malas e indignas que son. A veces les recuerda la perversidad de su conducta pasada, de modo que su propia conciencia moral las acuse, juzgue y condene.

El Espíritu recuerda a nuestra conciencia que el único juez es Dios, nuestro Padre. Y añade: “Quién podrá acusar a los hijos de Dios? Dios es el que absuelve” (Rm 8,33). Ante la acusación del ego, el Espíritu te asegura: “Dios mismo te ha absuelto; te ha declarado inocente”. Y añade: “Cristo, el Cordero de Dios se ha llevado todos tus pecados (Jn 1,29. Cristo, tu Hermano mayor, ha ganado un reino eterno para ti. Acéptalo con gratitud y humildad; alégrate y alaba a Dios sin fin”.

Hay muchas almas buenas y bellas, pero enfermas de escrúpulos, ansiedad y miedos sobre su estado interior, confesando una y otra vez supuestos pecados del pasado. Más que pedir perdón de sus pecados, lo que necesitan es pedir y practicar la humildad. La mejor defensa contra el espíritu de engaño es la humildad acompañada de confianza en Dios. San Juan de la Cruz observa sobre “las almas humildes: como mora en estas almas el espíritu sabio de Dios, en las imperfecciones en que se ven caer, con humildad se sufren y con blandura de espíritu y temor amoroso de Dios, esperando en él” (1 Noche 2).

El ego no es un ser creado por Dios, sino un fantasma mental, que necesariamente se ve a sí mismo separado de Dios. Su labor es separar. Bajo el dominio del ego uno estará siempre en desacuerdo y en conflicto consigo mismo y con otros, incluso con otros egos. Como consecuencia de su separación de Dios, el ego se siente inseguro y en peligro; por eso siempre reacciona a la defensiva; con frecuencia se especializa en la agresión, como la mejor defensa.

Al faltarle Dios, el ego está siempre insatisfecho y hambriento; por eso inclina a su anfitrión a acaparar bienes, y le asegura que cuanto más acumule más seguro se sentirá, y cuanto más comparta, con menos se quedará. Individuos que disponen de talento, recursos y facilidades, utilizando el actual sistema de propiedad privada y economía, y dominados por el ego, están causando enormes desigualdades y estragos en la familia humana.

El Espíritu Santo es uno y el mismo en todos y en todo el cosmos. Es quien graba en el corazón de los hijos de Dios el sello de la unicidad, koinonía del Espíritu (2 Co 13,13). Eso es justo lo contrario de kleros, los separados. Ante todo, el Espíritu nos mueve a interceder y clamar al Padre de la gloria para que despierte la consciencia de todos sus hijos, y veamos que todos somos una gran familia. En ella no hay lugar para la competencia. Lo que uno hace afecta a todos.

Al mismo tiempo nos hace ver que en el reino de Dios, que ya está aquí, el tener más no se basa en obtener más, sino en dar y compartir más; como el aprender se basa en enseñar y compartir lo que sabemos. Al compartirlo todo crece.

Edith Stein: “Dios es amor, y amor es bondad que se regala a sí misma; una plenitud existencial que no se encierra en sí, sino que se derrama, que quiere regalarse y hacer felices a los demás. A ese desbordante amor de Dios debe toda la creación su ser.” (Amor con amor, pag. 314).


Sabemos que “toda la creación gime y está como en dolores de parto hasta el momento presente, aguardando en anhelante espera la manifestación de los hijos de Dios” (Rm 8,15-22).

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